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Susan Crowley

20/04/2024 - 12:04 am

Damien Hirst: el tiburón del arte

Ahora bien, la era de frivolidad que Hirst retrata habla de la insatisfacción perenne por encontrar la juventud perdida no importa el precio. La única obsesión, la misma que Hirst plantea en muchas de sus obras. La conciencia de muerte y la intención de detener la vida; apropiarse del misterio del paso del tiempo con resultados desastrosos.

El artista quiere que un crítico importante hable de él. Un crítico da lo que sea porque un gran artista tome en cuenta su opinión. —Damien Hirst.

La exposición del Museo Jumex, Damien Hirst: vivir para siempre (por un momento) usa un oxímoron tipo Arjona para poner de manifiesto su intención de ironizar. Se trata de un recuento del amplio cuerpo de obra en el que deambulan las fantasías, las fobias, las adicciones que han apresado a una sociedad de consumo y que el artista inglés ha sabido leer tan bien. Lo mismo los cuerpos inertes o los diamantes saturados, las mariposas atrapadas y los puntos insulsos. Todo alineado sin causar sorpresa, sin levantar intrigas, sin lograr desvelar un misterio o apenas jugando con el espectador “de a pie” que no sabe muy bien si reír o extrañarse con títulos cuya complejidad no alcanza a apresar las piezas repetitivas que nombra. No es lo mismo profundizar en una imagen en busca de su esencia, como lo hizo Joseph Albers con su infinito Homenaje al cuadrado, que repetir la sensación de vacío y frío cálculo en el que habita el artista. Sin embargo, algo en el recorrido cumple con su provocación: vivir para siempre (por un momento).

Una especie de competencia contra sí mismo y con lo que le quede de vida, parece ser el mayor reto de Hirst. Al no tenerlo asegurado, juega con los tiempos como si de una partida de dados se tratara. Con una mirada aguda ha sabido leer las entrelíneas de los sinuosos códigos del mundo del arte; incluso tiene la virtud de predecir al sistema. Su trayectoria artística, como la de cualquiera, está llena de claroscuros, contradicciones, exhibiciones trascendentes y, sobre todo, una pléyade de millonarios coleccionistas dispuestos a arriesgarlo todo por él. Proyecto que emprenda, estará eternamente amparado por la incondicionalidad del “consumidor Hirst”.

Una de las consecuencias de la era del consumismo es la masificación. Los amos del universo multiplican de una forma increíble sus fortunas y a todos les gusta Hirst. Pero esta nueva masa se conforma por una sociedad que ha sustituido la sustancia por la cantidad: “más bonito”, “más grande”, “más nuevo”, “más caro”. Poseer, ostentar y desechar. Sin clase, carente de rostro, el dinero mueve a sus dueños en función del consumo. Hoy, dramáticamente dirigido por algoritmos que condicionan el gusto, la sensibilidad e incluso los instintos.

Consumir mercancías, consumir moda, consumir lugares, consumir noticias, consumir entretenimiento, consumir sistemas de superación personal, consumir redes sociales, consumir productos para la salud, consumir cultura, consumir sectas y religiones, consumir, consumir. Todo en una enajenación que lleva a habitar al mundo como autómatas sin consciencia. Con la aparente libertad de decidir, pero con una decisión acotada.

El mecanismo perfecto tiene un fin: generar adicciones. Consiste en un vacío propagado, en la materialización y adquisición inmediata de un deseo que nos deja insatisfechos y nos obliga a pedir más.

El pulpo mercantil, con sus tentáculos gigantes, ha alcanzado a todos los niveles de la sociedad. ¿Quién escapa de ello? ¿Es posible que el artista utilice este mecanismo y, sin embargo, logre una visión que redime a la frivolidad utilizándola? ¿Será el caso de Damien Hirst?

En el enjambre social que hemos creado, en eso que llamamos la era del espectáculo, Hirst parece moverse como pez en el agua. Algo de su trabajo me hace pensar en Warhol, un artista que estuvo tan cerca de la sociedad norteamericana, que logró encarnar en su arte sus debilidades, sus miedos, sus anhelos. Muy cerca y, al mismo tiempo, con una distancia que permitía filtrar toda su agudeza. Damien Hirst es el Warhol de la era contemporánea, la de la globalización en decadencia, la del vacío y el agotamiento, la del desencanto y el tedio, la de la repetición sin un orden ascendente. Es la apuesta congelada, sin alma, sin reflexión, con títulos fascinantes que no llevan a ningún sitio. Ideas que se suceden unas a otras como si de congeladores de una carnicería se tratara. La globalización cercó al mundo y exponenció las debilidades, los miedos y los anhelos. Un loop sin salida.

Para poder asombrarse con el artista que cambió el pulso del arte, que lo aceleró y lo puso en jaque, merece la pena saber un poco de su historia. Surgió de un medio periférico a los grandes circuitos del arte. Con una infancia de esas rudas tipo suburbio londinense. Como muchos outsiders, pertenecía a esa sociedad inglesa maltratada y sobajada, carente de recursos y de sueños de la era Tatcher. En poco tiempo y gracias al crecimiento global de galerías y coleccionistas, Hirst empezó a labrar su carrera, primero en la generación de los YBA (Young British Artist), como se les conoce a estos jóvenes que irrumpieron en la escena internacional gracias al escándalo producido en la ya legendaria exposición censurada por Giulani, Sensation. Niños malos mimados, irreverentes y fascinados por la celebridad, algo muy inglés, muy Beatles, muy Rolling Stones. Una especie de autocrítica muy a lo The Gentleman, la serie de moda inglesa.

Las listas de espera en uno de los restaurantes más famosos de Londres en ShoredritchPharmacy, debió su popularidad a una vaca descuartizada que flotaba en formol, autoría del osado joven, como las que se ven en Jumex. Un atentado para los defensores de la dignidad animal. Muy pronto, sus mariposas y dots se convirtieron en costosos objetos de colección. Una moda que servía para una temporada, pensaron muchos. Pero contrario a la moda, los lienzos blancos con colores que me recuerdan a aquel juego Twister, iban ganando solidez y presencia en los mercados internacionales cada vez más restringidos a los cien artistas de las listas anuales.

Las contundentes opiniones de los que creen saber y no saben: “es un fraude”, “mañana se desploman sus precios”, etcétera, tuvieron que callarse cuando las cifras del artista se catapultaron. ¿Era el momento de venderlo?, quien se atrevía a desprenderse de las piezas adquiridas en treinta mil dólares se llevaba la sorpresa: las mismas ya rebasaban los quinientos mil o llegaban al millón. Y eso nada tiene que ver con la obra de Hirst, más bien es un mercado voraz que lo encareció. Listas de espera de más de dos años contribuyeron a su crecimiento, ¿suerte? Sinceramente no lo creo, me parece que el genio de Hirst, a pesar del mercado, existe y sabe jugar con esas reglas.

Cualquier intento de desprestigiarlo ha sido un fracaso. Un libro que sacaba a la luz el fraude del tiburón de once millones de dólares, cuyo título igual encanta que molesta: La imposibilidad física de la muerte en alguien vivo, no pareció preocupar al artista. Resultado: el precio de la obra aumentó y el autor del libro vendió miles de ejemplares. Gracias por nutrir la leyenda señor Thompson.

Pero sigamos con la sociedad consumista de Hirst. Las aspiraciones cortoplacistas, narcisistas encontraron nichos en el arte y eso tampoco es culpa del artista. El arte sucumbe a los caprichos de los coleccionistas dispuestos a pagar lo que sea por entrar a las listas de los top. “Comprar una obra es comprar una forma de vida”, se escuchaba en los pasillos de las ferias y en las antesalas de las casas de subasta. Las fortunas mal habidas legitiman su honorabilidad con un Hirst en los muros de sus casas. Quien no valora al artista, simplemente porque no entiende su dimensión, se conformará con saber que posee su firma. Su inversión económica es a prueba de cualquier burbuja del arte.

Ahora bien, la era de frivolidad que Hirst retrata habla de la insatisfacción perenne por encontrar la juventud perdida no importa el precio. La única obsesión, la misma que Hirst plantea en muchas de sus obras. La conciencia de muerte y la intención de detener la vida; apropiarse del misterio del paso del tiempo con resultados desastrosos. Ahí, entre animales, mariposas y moscas se exhibe el espejo. Si Warhol dijo ¿quieres saber quién eres? ve una lata Campbell´s o bien, ¿eres una Marilyn, objeto del deseo perdido y factible de ser desechado? Hirst da un paso adelante, más crudo y desalmado. Esos rostros de vacas corderos y tiburones son la metamorfosis de hombres y mujeres con nombres y apellidos, ¿algún día flotarán en esas peceras las víctimas de esta sociedad de consumo que no supo detenerse? Y esa, esa sí que es la genialidad del artista. Tenemos posibilidad de atestiguarlo estos días en Jumex. @Suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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